viernes, 19 de junio de 2009


La casa de Don Diego de Gallinar, alzaba orgullosa sus tres pisos, junto a las humildes casitas de uno solo, que empezaban a formar la calle que prolongando la de San Francisco, desembocaba en la Plaza Principal.

Don Diego era tío y tutor de la bellísima Beatriz Moncada, quien acababa de salir del colegio donde se educaba y tenía que vivir bajo la severísima custodia de su tío.

Se rumoraba que el señor de Gallinar tenía el proyecto de casar a su sobrina con Don Antonio, su único hijo, que por esa fecha andaba de servicio con el Sr. Márquez de la Laguna, persiguiendo a los Piratas que rondaban Veracruz, y que era un joven calavera que derrochaba el dinero a manos llenas.

Se decía que una de las razones para el proyectado enlace, era que una vez casada Beatriz con el Sr. Antonio, el señor Gallinar no tendría que dar cuenta a nadie del patrimonio de la rica heredera, a quien tenía más que presa en su lujosa casona.

Desde hacía algunas noches, que al dar las doce campanadas, se escuchaban las notas dulcísimas de un violín tocado por un joven desconocido que, apoyado en un poste de un farol que alumbraba débilmente la desierta calle, arrancaba a su instrumento melodiosos himnos de amor.

El músico era un joven indígena, recogido y educado por los religiosos del convento de San Agustín, que le habían enseñado las artes y ciencias que ellos sabían.

Su nombre era Gabriel García, y Beatriz lo conoció en un concierto de la casa del Conde de San Mateo; pues debido a las buenas referencias que le daban los religiosos a Gabriel, era éste admitido en todas las reuniones de la Aristocracia de aquel entonces.

Beatriz lo oyó tocar y en su alma vibró el compás de la maravillosa música del artista, y una elocuentísima mirada sirvió para que le entregara el corazón.

El músico que estaba subyugado por la hermosura peregrina de aquella niña rubia, comprendió el rudo lenguaje de sus miradas y la adoró con todas las fuerzas de su alma india; aunque sabía que era un amor sin esperanzas.

Desde entonces, al filo de la media noche iba Gabriel frente a la casa de su adorada a desahogar su corazón por medio de su música dulcísima.

Beatriz burlando la vigilancia de su dueño, subía al mirador encristalado para escuchar a su amado.

Mas una noche en que Don Diego se retiraba más tarde que de costumbre, se encontró con el concierto frente a su casa; y a la luz del farol reconoció a Gabriel.

Ciego de ira le ordenó que se retirase antes de que lo apalearan sus sirvientes. Gabriel contestó que se retiraba porque tenía que hacerlo, no por miedo de los palos, pues no era ningún perro y sabía defenderse con la espada en la mano como caballero; pero viendo el ademán de sacar la espada de Don Diego, le dijo que con él no se batiría, porque lo respetaba demasiado.

El señor de Gallinar, loco de rabia le lanzó los peores insultos llamándolo indio mal nacido, aventurero y cobarde seguidos de una bofetada. Gabriel no aguantó más y arrojando su violín en medio de la calle, desenvainó su espada y se puso en guardia con el propósito de defenderse sin herir a su agresor.

La lucha fue reñidísima por parte de Don Diego que quería a toda costa acabar con su adversario, ya que Gabriel se limitaba a parar los golpes, cosa que irritaba más y más al viejo. Viendo que la lucha se prolongaba sin conseguir su propósito, el Señor de Gallinar quiso dar la estocada final y se tiró a fondo, clavándose en la espada de Gabriel que solo quiso desviar la estocada. Don Diego se desplomó lanzando una horrible blasfemia. Gabriel, horrorizado, se arrodillo a socorrer al moribundo; cuando se abrió el portón de la casa y salió un criado del Señor de Gallinar que había oído la lucha, y al ver a su Señor herido de muerte y a su agresor inclinados ante él, sacando un puñal del cinto se lo clavó a Gabriel en la espalda y corrió a esconderse dentro de la casa.

Entonces se oyó un alarido de agonía seguido del estrépito de cristales rotos; era que Beatriz mudo testigo de estas horribles escenas, se había desmayado y su cuerpo, falto de apoyo, rompía los cristales del mirador, estrellándose en las piedras de la calle junto con el violín del amado.

Cuando la ronda llegó al lugar de la tragedia, encontró a la débil luz del farol, a los tres cadáveres. Una mano piadosa marcó con tres cruces de cal los lugares donde fueron encontrados los tres cuerpos.

Y desde esa fecha, 2 de noviembre de 1763, se llamó Calle de Tres Cruces.